El gesto. Las señas. Los signos. El cuerpo que habla. La mirada como puerta, como acceso.
Franqueza, intimidad, goce. Puertas amplias: estallido de luz. Puertas estrechas y viscosas: inquietud, desconfianza. A veces, puertas clausuradas: rechazo, desamparo. Miradas con texturas de musgo, de mar, de montaña. O bien de palo, de piedra, de lodo.
El rostro: la boca, la sonrisa, el júbilo. También la aprehensión, el miedo, el llanto. Polifonía de emociones imperceptibles que van urdiendo ese hábito, ese atuendo, esa máscara que te delata. Que nos delata, cuando la faz se vuelve el horizonte de nuestras certezas y deserciones.
Y la voz que resuena, que brota con alas desde las profundidades. En la angostura de la garganta, precisamente donde se enlazan idea y pálpito para crear, para decir, para callar. Voces al vuelo sobre la lengua en cascada de pájaros liberados para anidar en tu imaginación.
Manos que palpan, que acarician, que trazan el deseo. Dedos temblorosos y erráticos, a veces. Y otras, seguros, enfáticos. Que esculpen y estrujan sueños, que elaboran poemas, que estrechan nuevas manos. Manos que erigen imperios y los aplastan a puñetazos. Manos que acusan, que se esconden, que niegan. Manos que atrapan el universo y se lo llevan a la boca para transformarlo en conocimiento, en sentido.
Y brazos, vientre, piernas, intentando explorar el sinuoso camino que va del tú al yo en un vals que suena y no suena, que gira, no gira, que se abre, se cierra, que va y se pierde en los intersticios del cuerpo, allí donde se forjan los pasadizos secretos y el encuentro. Aunque también, la pérdida y el adiós.
Gestos, huellas de lo humano. Habitados por ellos estamos. Cargados, abrumados de gestos. Son nuestro origen y destino.
Franqueza, intimidad, goce. Puertas amplias: estallido de luz. Puertas estrechas y viscosas: inquietud, desconfianza. A veces, puertas clausuradas: rechazo, desamparo. Miradas con texturas de musgo, de mar, de montaña. O bien de palo, de piedra, de lodo.
El rostro: la boca, la sonrisa, el júbilo. También la aprehensión, el miedo, el llanto. Polifonía de emociones imperceptibles que van urdiendo ese hábito, ese atuendo, esa máscara que te delata. Que nos delata, cuando la faz se vuelve el horizonte de nuestras certezas y deserciones.
Y la voz que resuena, que brota con alas desde las profundidades. En la angostura de la garganta, precisamente donde se enlazan idea y pálpito para crear, para decir, para callar. Voces al vuelo sobre la lengua en cascada de pájaros liberados para anidar en tu imaginación.
Manos que palpan, que acarician, que trazan el deseo. Dedos temblorosos y erráticos, a veces. Y otras, seguros, enfáticos. Que esculpen y estrujan sueños, que elaboran poemas, que estrechan nuevas manos. Manos que erigen imperios y los aplastan a puñetazos. Manos que acusan, que se esconden, que niegan. Manos que atrapan el universo y se lo llevan a la boca para transformarlo en conocimiento, en sentido.
Y brazos, vientre, piernas, intentando explorar el sinuoso camino que va del tú al yo en un vals que suena y no suena, que gira, no gira, que se abre, se cierra, que va y se pierde en los intersticios del cuerpo, allí donde se forjan los pasadizos secretos y el encuentro. Aunque también, la pérdida y el adiós.
Gestos, huellas de lo humano. Habitados por ellos estamos. Cargados, abrumados de gestos. Son nuestro origen y destino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario