Una leyenda que se pierde en los rincones que abundan en el latido moreno de las tierras de este continente, cuenta que los dioses plantaron acá el mañana; que el mundo estaba cabal y no había Mandón ni mandado; que el sol despertaba y descansaba en las montañas que bordan las orillas de la casa grande de los hombres y mujeres de maíz; que la noche era el tiempo para el brillo de la otra luz que nacía de las pieles que, encontrándose, parían mundos enteros en todos los rincones; que la madrugada era el espacio para guardar las maravillas que ahora son manchadas con la palabra “imposible”; que entonces las sombras estaban sembradas así nomás, vestidas en veces de árbol, piedra, nube, palabra, esperando la luz que les diera vida y paso.
Y cuentan que fue dada la riqueza hecha tierra, agua, aire, vida, y que fueron dados también los Guardianes para que para todos y todas fuera, para que no muriera. Cuentan también que, después de invadidas y conquistadas estas tierras por el dinero hecho dios y ejército, cuando el europeo Américo Vespucio dibujó el mapa del continente que llevaría su nombre, estaba pensando no en la cartografía de un mundo nuevo, sino en el mapa de un tesoro. Y sobre el tesoro se arrojó la jauría con ropas de sotana y armadura. Se destruyó y se saqueó. La tierra, la Madre, adolorida, ordenó a sus Guardianes la resistencia y el paciente alivio, que no la cura, de la cobija de la lengua, el vestido, el canto, el baile, la cultura.
En las naguas y las trenzas de las mujeres, en los dobleces de la piel de los más mayores, en el asombro de los niños, en la digna rebeldía de sus hombres y mujeres, fueron guardados los recuerdos, pero no de lo que fue, sino de lo que será. Bajo estos cielos ondearon las banderas usurpadoras de las monarquías española, portuguesa, holandesa, británica, francesa, siempre la del dinero; y los saqueadores tenían cartas de gobiernos que, decían, se preocupaban por “civilizarnos”.
No deja de ser paradójico que algunas de esas naciones sigan, más de 500 años después, manteniendo a familias reales sin más mérito que un árbol genealógico cultivado con crímenes, intrigas y guerras; y que ellas se autodenominen “modernas” y “civilizadas”, mientras que los pueblos indios sean los “retrasados”. En el reloj de abajo sonó después la hora de la lucha, y la sangre indígena corrió por los 7 puntos cardinales. Y se llamó independencia al cambio de ropa que el dinero hacía para seguir oprimiendo tierras y gente. Llegó después al arriba de arriba el nuevo Emperador, el capital, y con él la nueva alquimia que todo lo convierte en mercancía.
Arriba se simulaba independencia y soberanía, pero la ropa del extranjero seguía vistiendo al Mandón. El calendario de abajo cumplió el ciclo y el centenario alumbró un nuevo alzamiento. La sangre morena se reiteró, generosa, y sobre ella y por ella cayó el tirano. El final se decretó hecho monumento y los pendientes fueron tantos que el alivio fue escaso y la cura nula.
La tierra, la Madre, brindó entonces su alimento de dignidad rebelde a otros colores y, como fragmentos de un espejo roto, la lucha tomó desde entonces la ropa del obrero, del campesino, del empleado, del otro amor, de la juventud, de la mujer, de la sabiduría que no se vende por comodidad o moda.
La resistencia floreció, florece.
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