La vida me ha enseñado una infinidad de cosas, llevo cincuenta y cuatro años en ella, lo cual no es desechable. Probablemente ya aprendí todo lo que deba aprender, el resto permanecerá intocado para mi virtual sabiduría. Soy una pecadora en muchos aspectos, realzando como el peor pecado el del desaliento, una emoción esencialmente chilena. Todas las aspiraciones a la dicha real me constituyen un tormento pues intuyo que jamás podremos realizarlas. Oscilo; a veces el mundo escapa a mi comprensión, otras, me siento capaz de abrazar toda extravagancia de sus moradores, lo que probablemente le ocurra a todos. Y uno de mis aprendizajes, adquirido con su buena cuota de incertidumbre y pesar, es que para una mujer ser independiente es algo difícil, aun al borde del cambio de siglo en que nos encontramos. Que las que buscan su autodeterminación casi siempre pagan caro por ello. Que la palabra libertad aplicada a una mujer es casi siempre una mentira. Sobrevivo ensayando de sustraerme a esa implacable realidad, volviendo la cara para no encontrármela nunca de frente.
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