martes, 21 de agosto de 2012

Lejos de la tormenta

Con los brazos extendidos tomó mi siesta de medio día.  El invierno me trae ricos sueños, que sin decirme nada me cantan al oído sobre unicornios y delfines que rompen el agua fresca del mar.  Sé que sonrio mientras duermo, esos sueños me provocan tantas cosas que creo que ya se ha vuelto una adicción desconectarme del mundo para simplemente irme lejos.

Las hormigas se limitan a verme a la distancia, hacen pequeños coros para adormecerme, silenciando a las ambulancias diarias que se atraviesan, y un par de mosquitos se dan a la tarea de espentar a la lagartija invisible, que últimamente me visita para traerme mensajes de lejos que piden que regrese a la batalla.  La planta ha dejado ignorarme y con suaves gestos me acaricia las manos, me llena de clorofila las uñas y me cubre de las gotas de lluvia que se fugan por el sedazo roto de las ventanas.  El silencio se pega en las paredes.  La lluvia simplemente revienta en el suelo para formarse enormes espejos de lucidez y tranquilidad. 

Nada pasa, y la nada a veces pesa, pero ésta es tan liviana que me provoca flotar, me despega del sillón a breves momentos, me juega las ideas y la respiración se relaja llenándome el alma en cada rincón.  Nadie sabe mi escondite, entre bromas juego a que la rutina me captura y con cierta magia guardo mis alas, empaco en cajas de cartón los mapas de destinos y con felicidad camino deseando que el reloj me diga que es hora de volar hacia el radiante sol, que se cubre con la tormenta. 

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